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lunes, 2 de marzo de 2015

Maratón de Sevilla. 22.02.15. Me saqué la espina de Castellón. 2:44'43". Plusmarca personal

Dicen que segundas partes nunca fueron buenas. Esta vez, afortunadamente no solo fue muy buena; fue la mejor de todas las partes anteriores en la distancia de Filipides.
Dice Martín Fiz, campeón mundial de la distancia, en su documental Fiz, puro maratón; que la maratón saca lo mejor de ti mismo y te ayuda a conocerte.
Yo sabia que podía conseguirlo. Es verdad que dos meses antes, en Castellón me equivoqué. Tan preparado como estaba, me equivoqué en el ritmo de carrera. Fui demasiado rápido y lo pagué en el kilómetro treinta. Erré en el objetivo. En vez  luchar contra  mí, pequé de ambicioso y fui a por el récord del club. Tan solo cinco minutos de diferencia me rompieron.
Afortunadamente la vida nos permite equivocaciones y algunas veces nos concede tiempo y valor para  poder enmendarlas. Ahí esta lo bueno y la gracia de este camino hacia la sabiduría. Comprender que te has equivocado y como un buen médico, hacer un buen diagnóstico en el dónde,   para proponer un buen plan terapéutico en el cuándo y cómo.
Estaba claro que el cuándo debía ser lo más rápido posible, pues después de tres meses de duro entrenamiento, desde el 1 de Septiembre, si quería rematar la faena debía ser cuanto antes.
Busqué una prueba en el calendario cercana a Diciembre para no perder lo conseguido y tener que empezar de cero sin que el mantenimiento fuera demasiado largo y pesado. 
Ahí encontré Sevilla. El 22 de febrero. Tan solo dos meses y medio después de Castellon.
Sabía que me iba a mover por un circuito muy rápido y totalmente llano. A priori muchas probabilidades de obtener un  buen tiempo. A priori buena temperatura, sin viento y un caloret especial de la afición, que aunque no fuese fallera  sí lo es palmera, salerosa y andaluza; con esa gracia especial. Así que... ¡Vamonoooos!
Mantuve el entrenamiento a ritmos de entre 135 y 155 pulsaciones según la prueba de esfuerzo realizada en mi hospital Provincial. Solamente traspasé la línea roja en las series largas y en los cambios finales de los rodajes largos.
Mi corazón se fue adaptando. Mi ritmo de crucero cada vez más poderoso y con menos latidos. Los músculos fueron oxigenándose y recuperándose de Castellón para volver a la pelea.
Una media maratón en Sagunto fenomenal en una hora y dieciséis. Otra media maratón en solitario de entrenamiento en una hora y diecinueve, haciendo un último mil en menos de tres quince.
Series de hasta seis mil cada vez con menos sufrimiento. A veces hasta disfrutando del solet y mi sombra sobre el asfalto en horas de siesta.
Los problemas de sobrecarga muscular en los gemelos y tibial anterior a falta de dos semanas resueltos con la ayuda del Fisioterapeuta y unos cuidados de hidroterapia y mimos en la piscina municipal de Burriana.
En mi  ultimo rodaje largo de 22 km desde el polideportivo del Chencho de Castellón hasta Burriana
empiezo a sentir que - a falta de una semana- mis músculos del tren inferior están  ya preparados. El motor carbura en régimen superior. Los últimos cuatro kilómetros acelero para meter la sexta con gran solvencia y el rendimiento se optimiza  por debajo de 3.45". El bache está superado. El coco se insufla de  la autoestima suficiente para afrontar un reto tan exigente como mejorar la barrera de las dos horas y tres cuartos en tierra extraña, con mis hijos a mi cargo y de referencia más directa.
Por fin llega el gran día.
Con Javi en el Taxi y otro extranjero me recogen  de enfrente de la plaza de la Maestranza pasadas las 7.45 horas. Renuncio a  ir al trote o andando. La espera se me hace  larga por el madrugón y los nervios.
Dejo a mis hijos durmiendo y con todo preparado para -cuando se levanten y se reúnan con Marta en su particular maratón de animadores a lo largo de un circuito tan largo como concurrido- no les falte de nada.

En el estadio de la Cartuja me despojo del chandal y me quedo ya en tirantes y pantalón corto para sentir el frío de los 8º C en mis carnes enjutas, fibradas y depiladas. El petate en el guardarropa. Trote cochinero hacia la salida. Calentamiento detrás de las vallas como presos en un campo de concentración. Somos autómatas a  ritmo de la música, estirando y haciendo gestos repetidos tantas veces. 
Las arengas del hombre del micrófono te hacen tomar conciencia de lo que vamos a vivir. Ritual casi litúrgico para preparar el momento y revestirlo de trascendencia como la requerida para la participación en un acto tan importante como una carrera internacional de Maratón en una ciudad tan emblemática como la capital Andaluza. 
Voy - a falta de quince minutos para las nueve - ocupando mi sitio  en las jaulas de salida ordenadas por tiempos.
Quince minutos interminables encerrados hasta el disparo de salida. 
El cinturón pectoral del pulsómetro decido bajarlo a la cintura. Renuncio a la molestia danzante  y a la información cardiaca por una vez. 
Cuando se da la salida al grueso del pelotón corredor somos tan felices como los potros que salen del rancho para buscar el pasto de los prados.
Las liebres de las 2h 45' van con unos globos azules y se me escapan tanto que tengo que espabilar. Me doy como plazo unos kilómetros para alcanzarlos.
No es hasta el kilómetro cinco que me pongo a su nivel. Para ello tengo que correr por debajo de los 3 minutos cincuenta segundos por kilómetro.
Es en el puente de San Telmo, donde están Damy y Patry con Marta. Allí me pongo a ritmo estable hacia la gloria.

Sufriendo lo justo y necesario para ir devorando kilómetros por anchas avenidas separados del  tráfico automovilístico por conos rojos. Flanqueados por espectadores animosos siempre en filas muy concurridas.
El primer diez mil según lo previsto por debajo de los treinta y nueve minutos. La media maratón clavada a diez segundos por debajo de la hora veintidos y treinta segundos que marca la divisoria exacta del tiempo final. Los geles de mi cinturón voy incorporándolos a mi metabolismo en el quince, veinticinco y treinta y cinco kilómetros. Los avituallamientos continuos servidos en vasos de cartón, derramándose muchas veces. Ya no se si son de agua o de preparado liquido isotónico, aunque los voluntarios gritan su contenido, aveces demasiado tarde, los voy engullendo a sorbos tan cortos como si  un pájaro  fuera.
Tengo un inspiración y decido lanzarme -por primera vez en mis cinco maratones -a improvisar un acto de alimentación. Me lanzo a por trozos de plátano. Se que en las carreras de montaña largas me ha ido siempre bien así que me arriesgo y los engullo con mucha quietud chupando la pulpa para poco a poco pasarlo del tubo digestivo al torrente sanguíneo. Me ayuda a sentirme mejor. Creo que lo he acertado.
Llegamos al kilómetro treinta. Empiezo a pensar en la lección tantas veces repetida a mis hijos y escrita en folios para recordármelo; “la maratón empieza en el treinta”- hasta entonces solo ha sido un calentamiento.
Que casualidad que uno de mis acompañantes lo verbaliza en voz alta. Esto ya no hay quien lo pare.
Treinta y dos. Un diez mil. No se si es un pensamiento positivo o negativo pero entre la multitud alguien lo clama al cielo.

A partir de ahora solamente los bien entrenados van poder aguantar el martirio, los demás van caer como moscas. El cambio metabólico ya esta en marcha. Los depósitos de glucógeno tienen que estar en reserva. En mi salpicadero mental no hay ninguna luz roja encendida. Estoy preparado para combatir al hombre del mazo. Lo espero. Parque de Maria Luisa. Puede estar escondido detrás de un banco, puede aparecer detrás de un árbol, salir con el tridente desde un claro. Me lo espero de un momento a otro.
Plaza de España. Kilometro treinta y cinco. El sol brilla de una forma especial contra el artesonado mudéjar y por primera vez en una maratón se me pone la piel de gallina. Los muslos están erizados de adrenalina.
Voy bien. Decido dar un golpe de timón y salto de las liebres. Me libero hacia delante. Siete kilómetros para la gloria.
Dos kilómetros para llegar al fatídico treinta y siete, donde abandoné en Castellón. Entro en la Sevilla histórica entre adoquines y railes de tranvía.
Empiezo a rebasar rivales, pero no tantos como pensaba. La gente por delante va bastante firme. En el puente de la Barqueta está el km 40. Ya hasta meta debe ser un paseo triunfal. Los músculos remojados en  lactato para reconvertir en glucosa buena para el ultimo km. Ahí si que es todo coco. Cuantas veces he pensado en llegar aquí con ese poder. Un sueño una semana antes de la maratón me dijo que así iba a suceder.
Aunque son calles polígoneras, poco animadas, me dirijo al estadio Olímpico de La Cartuja. No lo olvido. Brutal.
Entrada en el túnel. Oscuridad y descenso hacia el tartán. De lo anodino a lo inolvidable. De la oscuridad a la luz. Las gradas están bastante desiertas. Demasiado hormigón, pero en cabeza el estadio esta a reventar y siento las campanas del Paraíso. Me creo que es la final olímpica y me bato por un metal precioso.  
Delante a cincuenta metros tengo en el punto de mira a dos rivales. Tengo fuerzas. Tres veinticinco marca mi Gps de pulsera. El ritmo es fantástico para ser el kilómetro 42. No voy a disputar el puesto a nadie. Solamente me resta la recta de meta. El gozo no me cabe. Acelero lo justo para dejarme llevar y paro el cronómetro . Estoy entero y muy contento. 
Alguien me cuelga una medalla de Finisher y me hace una foto. Para siempre.
Lo he conseguido. A la segunda. Lo que tenía que haber conseguido en Castellón lo he tenido que demostrar a más de 800 km al sur.  Dos meses y medio después, manteniendo el entrenamiento desde hace cinco meses.
El maratón de caminata, nervios y stress por coger el tren fue tan duro como la carrera primera, pero no es este lugar para narrar penalidades banales.
Me quedo con la gran lección de trabajo,  pundonor y raza.
El gran Damol ha vuelto. 
Síííiiiiiiiiiiiii!