Domingo 10 de julio de 2011.
Las cinco de la madrugada de un sábado de verano, en plenas vacaciones. Parece una hora como mínimo atípica o intempestiva.
Si el día anterior por la mañana te has hecho como yo 70 km en bicicleta, subiendo dos puertos de montaña y por la tarde te has ido al cine y has cenado comida rápida con tu familia; parece algo complicado acostarse temprano y más difícil todavía - en el caso de conseguirlo- poder conciliar el sueño.
El resultado; en la cama a las once de la noche y dormirme casi a la una y media.
El despertador suena menos cruel de lo pensado. Todo está ya listo. Hasta las tostadas colocadas en la sartén para solamente tener que darle a la tecla de la vitrocerámica con las legañas.
Con José Alberto a las cinco cuarenta y cinco llego puntual a bordo del Pathfinder en frente del portal del Grao.
Ver la carretera al volante y ver los primeros rayos del sol vestido de naranja y de corto es poco habitual.
La decisión más difícil es ponerme las tobilleras debajo de los calcetines. Además estreno el Compresorsport en los gemelos.
Gente que termina la marcha del sábado con cara de penosas circunstancias es bastante habitual en esos momentos.
Más en Benicasim donde la marcha aún no ha terminado.
Rodaeta y hasta calentamiento en cuesta y por montaña.
No me encuentro nada fino. Antes bien algo pesado e incómodo con tanto material de protección en los pies. Las zapatas, Cascadia 5 de Brooks tampoco es que sean para acelerar como el Ferrari.
Vicente Borja de Amics del Clot y José Alberto, los demás durmiendo en sus casas.
Arco de salida poco concurrido. Lectura homenaje a Irene Edo por una muerte tan inesperada como legendaria.
Cohete al cielo que por poco se queda en el suelo.
Salida en llano y asfalto. Los dos galgos principales de la volta al Terme marcan el camino. Giro a derecha y ascenso por la ruta Jacobina que hice hace un par de semanas.
Pista hacia arriba de piedras y grupo compacto delante. Somos al menos diez unidades. Yo me mantengo bastante arriba, sobre todo cuando más sube el suelo. Cruce de la carretera de subida al desierto y senda a izquierda para llegar a la explanada del convento y los parapentes.
La senda se alterna con pista siempre hacia arriba.
En el horizonte y arriba en el cielo, las antenas del Bartolo. Qué lejos e inalcanzable me resulta.
Parece imposible que en más de media hora estemos pisando su cumbre. Hay que ser más que humano, más que mortal, más que de hierro para conseguirlo.
Consigo ponerme delante, aunque solamente sea por complacer al ego campeón que brota del pasado. Es testimonial, solamente unos minutos de exhibición. El ritmo y las rampas pueden acabar conmigo si sigo con ese plan de ataque. Asesino o suicida.
Doy el relevo. Somos seis en cabeza. Primera senda super técnica y vertical. Entro en sexto lugar detrás de un chaval de verde. Nos quedamos cortados.
Hasta aquí mi aventura con el grupo de cabeza. Los galgos tienen demasiada hambre.
Primer avituallamiento. Yo sé que no me debo cebar y corro con cabeza, aunque aun voy bastante sobrado.
Una señora con la muleta operada por mí me mira incrédula, no sé si me ha reconocido.
Agua e isotónica. Cojo al primer galgo descolgado y el de verde que me espera para que le bajen las pulsaciones.
A partir de aquí nos aliamos en tándem y subimos senda y pista hasta las crestas del Bartolo.
Me concede el honor de entrar primero en la zona más técnica y lenta de la carrera.
El ascenso de escalador me hace ganar distancia con mi perseguidor. Cuando el perfil se normaliza; aunque persisten las rocas y la montaña en estado puro y salvaje, me da alcance mi aliado de batalla.
-Detrás no nos cogen ni de coña. Me dice. Nos hacemos amigos y firmamos un pacto tácito de no agresión. Son instantes sublimes.
La niebla inunda la cumbre. La irrealidad mezclada de sutil frescor en el ambiente da un clima de auténtico misterio y aventura que en todo el año no he experimentado. Sobre todo porque el corazón va bastante tranquilo y poco desbocado.
Segundo avituallamiento, entre el personal médico se encuentra Jaime Serrano, el anestesista amputado.
Me saluda con la mirada. No hay tiempo para más.
Medio plátano, agua y más isotónica. Salgo de nuevo sin pedir permiso a mis contrincantes. Subida final de cemento hasta las antenas. Ya estamos ahí, en la cota más alta; cerca de los 800m del nivel del mar. El límite de la vista vertical plasmado en roca.
Cuantas veces he llegado ahí cascado de sol y con la digestión cerca del final. Más cerca de la hora suprema taurina que de la madrugada.
El cielo encapotado. No hay calor, si mucho sudor. Regulación absoluta en el mapa del motor.
Descenso de pista prolongado. Primero asfalto, después tierra. Calzada ancha. Sin dificultad, donde los bajadores pueden hacer alarde de aceleraciones extremas sin freno.
Vaya exhibición de un runner que nos da alcance. Cuando nos muestra sus cuartos traseros de enjuto magro y poca fibra, sin darnos opción a seguirlo; le da al botón del Kers.
Desapareció de nuestra vista y con ello se esfumó para siempre la quinta plaza.
Yo, con mi compañero verde de rostro joven y cuerpo ligero. Brazos endebles, zancada corta y fina. Rostro cansado y alma noble. En tándem le marco la trazada y el ritmo a menos de tres treinta por kilómetro.
Hasta por lo menos el kilómetro diecisiete, dos de pendiente endiabladamente favorable.
Queda el llaneo de asfalto del último avituallamiento sólido antes de acometer les Agulles de Santagueda.
Amparito la anestesista se sorprende en cuerpo y alma de verme tan delante en la carrera:
-Vas molt be, Damián, no?
-Sí, Amparo vaig molt be, massa be!
Senda a la siniestra en solitario, hacia arriba. Las piernas ya han detectado el cambio de marcha. Termino reptando con la ayuda de las manos y corono la última cota de montaña.
A partir de aquí. Sálvese quien pueda hacia el llano playero de meta.
El descenso sin ser de una pendiente excesiva está minado de piedras y curvas excavadas entre irregularidades siempre diferentes e imposibles de sistematizar por el radar de a bordo.
Suerte de las tobilleras. Me salvan la estabilidad para poder seguir corriendo. No sé si es correr lo que estoy haciendo o simplemente sobrevivir. La oreja puesta en retaguardia. No parece oírse a nadie. Con más miedo que vergüenza acaba la zona donde puedo dar con más facilidad con mis huesos sobre las piedras.
Llano por fin. Entre huertos, campings, encrucijadas de asfalto. A punto estoy de equivocarme. Suerte de un señor que me reconduce con la voz por el camino correcto.
Nadie detrás, nadie delante. Llego por fin al Voramar. Famoso restaurante y casa de alojamiento junto a la playa donde tanto soñé con la novela de Manuel Vicent. Tantas veces lo he rondado. Zancadas y la vista del deseo.
Solamente resta paseo marítimo. Acera ancha y bañistas de improviso. Recta demasiado larga. Tres cuarenta marca el reloj GPS Garmin de mi muñeca derecha.
De repente me siento atacado por un corredor de menor edad, menos galones y figura escuálida. No me queda más remedio que contraatacar para dejar bien claro que no me quiero dejar adelantar a pocos metros de meta. No me hubiera importado en otro tramo más difícil del circuito. Pero en mi terreno…
En meta ya está David Peral el anestesista. Me cabreo por no haber subido al pódium si la carrera hubiera sido organizada con las categorías habituales; veteranos para los mayores de cuarenta años y no de cuarenta y cinco. Así José Alberto, siendo el 23 de la general es segundo veterano y yo sexto, me quedo sin premio, cuando estoy seguro que fui el primero de más de cuarenta.
Le muestro al otro Damián Oliver. El alucina.
Lo demás, ducha con la ropa puesta de correr en el paseo, baño en el mar y espera larga. Siento un gran orgullo en mis entrañas. Quién me quita lo bailado. Aun me queda cuerda para rato.