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miércoles, 21 de octubre de 2015

XXV MEDIA MARATON DE VALENCIA

 

Domingo 18 de Octubre de 2015. 

Cumplí expectativas minimalistas a un precio demasiado caro.

Esto de correr es duro. Tengo que decir que a mis cuarenta y siete aun me sorprendo con lo que puedo sufrir en una competición, aunque se llame popular y no luche por ningún puesto de honor entre más de diez mil participantes.
Tiene bemoles que diga esto después  de correr más de veintiún kilómetros- la mitad exacta de lo que se denomina  Maratón- con unas sandalias huarache para patear el asfalto de la capital del Turia, a un ritmo de tres cuarenta por kilómetro y a más de ciento setenta latidos por minuto.
Enjaularse entre una tropa de hambrientos corredores, ávidos de liberar adrenalina por las calles de una gran ciudad; una mañana de Domingo a las nueve, después de haber madrugado; es un ritual que los corredores veteranos venimos haciendo, en busca de un registro que colme nuestras expectativas de entrenamiento. Es para relatar un tratado de psicopatología antropológica moderna. Una raza especial de urbanita del siglo veintiuno llamado runner.
Colas inmensas ante unas cabinas químicas de evacuación del desecho corporal, llama la atención, sobre todo para los que nos consideramos más primitivos que los verdaderos urbanos.
Pillar un atasco de tráfico para llegar en autobús de madrugada al lugar del evento  deportivo, cuando en una hora vagaremos por sus calles sin más ruedas que la suela de unas sandalias; es- como mínimo- difícil de explicar.
Calentar al trote y en aceleración fuerte para después estar más de un cuarto de hora parados de pie, apretados como sardinas, escuchando unas proclamas políticas de cultura del esfuerzo, cuando los que sermonean dejarán el púlpito para  acudir a  sus poltronas  escoltados en  sus coches oficiales, sin el más mínimo esfuerzo. 
Esperando el disparo que enmudecerá la música de unos altavoces escondidos entre la multitud, detrás de un arco de salida similar al del triunfo pero de plástico, madera  y otros materiales de feria.
Salida, menos de diez segundos para llegar al arco y pisar la alfombra que hará que piten los chips instalados en cada dorsal de los corredores.
Tapón  monumental de gente pesada y lenta que no debería estar tan delante.
Primer kilometro atascado a tres cuarenta y ocho. Ocho segundos lento. Acelero. Voy pasando gente y más gente. Tres treinta y ocho. Mejor. Unos glúteos muy bien calzados marcan la cadencia de unas zancadas femeninas increíbles. Me dan ganas de pegarme detrás, pero paso; debo seguir a mi ritmo y seguir avanzando. Tres treinta y cinco y abandono la avenida del Puerto por la Rotonda de La plaza de Aragón hacia el paseo de la Alameda. Por la calle de Viveros enfilamos el cuarto kilometro, delante de la facultad de Historia; en Blasco Ibañez. La hipoxia se está instaurando de forma inexorable en mi economía muscular.
Kilómetro cinco. Dieciocho minutos y diez segundos. Diez segundos por encima del ritmo previsto. Primer avituallamiento líquido. Agua embotellada, sin derramar ni una gota  sobre mis pies, de lo contrario  estoy muerto. Llevo sandalias, recuerden. 
Tres treinta ya es un ritmo exigente. Voy forzado. No voy alegre a la fiesta. Los coros de animación disfrazados me recuerdan el surrealismo de Valle Inclán y  Woody Allen, gritando cantos ensayados con más o menos gracia: “-¡ Ale, ale, ale; corredor el que no calle!”
En el kilómetro seis avisto los cuadros naranjas de los Cloteros que van en vanguardia. Son David el León y Salva el apagafuegos. Voy a por ellos. Siempre abandonando formaciones cómodas para buscar nuevos legionarios que me darán marcha o me dispararán por la espalda en la próxima esquina. Qué forma tan poco inteligente de correr, pero ese soy yo; Damol en estado puro, un alma desbocada.
Rebaso al Leon que por sus problemas físicos va a morder el polvo, me emparejo con Salva. Hasta el diez somos un tándem perfecto, similar a los tres primeros kilómetros del pasado 10 k de Noulas.
Antes del diez, Salva se escapa para ir hacia el publico donde su mujer le va a entregar el elixir de la fuerza renovada. A partir de aquí pone asfalto de por medio y me quedo con mi soledad de corredor de fondo. La alfombra del kilómetro diez pita de nuevo. Treinta y seis minutos y treinta segundos. Diez segundos más tarde de lo previsto.
A partir de aquí me toca sacar  los cojones y correr más por oficio que por vicio. Más por viejo que por diablo. Se me atragantan los kilómetros. Estoy ya por encima de los tres y cuarenta y cuatro segundos por kilómetro. El suplicio solamente ha hecho que empezar y queda casi media carrera. 
Otro grupo presidido por dos cuerpos de la Unidad Militar de Emergencias me dan albergue entre sus filas. Por poco tiempo. No disfruto de las calles emblemáticas de Valencia. Giro a la izquierda para encarar el puente Real, primero en cuesta y luego en pendiente favorable hacia la Plaza de Tetuán.
Cuando en la calle de la Paz veo al fondo la torre campanario barroco de Santa Catalina, lejos de admirar la estampa de postal, se me encienden todas las alarmas. Cuatro diecisiete aparece en el cuadrante superior derecho de mi GPS. La alerta es roja. Estoy cayendo en picado. El hombre del mazo merodea por las calles cercanas del centro de la ciudad.
Me queda el gel que llevo apretado en mi mano izquierda. Antes del quince,  en la calle San Vicente Mártir lo engullo para tomar agua después. Cincuenta y cinco minutos y cincuenta segundos. Ya casi llevo un minuto de retraso. Debo recuperarme con el nuevo aporte de glucosa.
Es a partir del dieciocho cuando vuelvo a encontrar ritmo alegre cercano a los tres cuarenta y cinco. He salido del bache. Junto al Palau de la música pienso que ya solo me quedan tres kilómetros, una vuelta al Clot. Los hombres espectadores trajeados sonríen ante la incomprensión de ver a unos locos que enseñan sus carnes corriendo como locos una mañana de domingo otoñal, tan apropiada para escuchar música clásica.
El veinte ya esta ahí y con él el último kilómetro. La meta ya se huele, pero tardo en verla. Rebaso a un cuerpo rezagado en solitario de la UME. Intento poner la sexta ante una avenida de muchísima gente agolpada a ambos márgenes de la recta final, varios arcos hinchables. Más gélidas las expresiones  que el cielo azul cálido junto al puerto del mediterráneo. Y final, terminó el martirio. 
Una hora dieciocho marca el electrónico. Objetivo cumplido con sandalias pero jo… lo que me ha tocado sufrir. Cincuenta segundos de penalización no van a ninguna parte.
Lo mejor esta por venir. El paseo bajo el sol junto al mar,las terrazas y los tinglados del puerto marítimo de Valencia. Los compañeros de amics del clot y la Cerveza con tapa y lata en Casa Calabuig.

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