Érase una vez un niño que le apasionaba el fútbol.
Después de “papá” y “mamá” sus primeros sonidos inteligibles fueron “barça”. Curiosamente ninguno de sus padres fue aficionado nunca de ese club futbolístico.
Su padre, que es muy deportista y corre por caminos y montañas, lo hizo socio de un club amarillo que vivía cerca de su casa, al pueblo de al lado.
Con el paso de los años ese niño que radiaba sus partidos imaginarios en voz alta delante del ordenador de su padre, se puso a jugar en el colegio al deporte que amaba.
Empezó escondiéndose de la pelota en los diferentes campos de juego, aunque con su padre y su tío luchaba lo indecible.
Con los años comenzó a jugar sin esconderse en el medio campo. Daba buenos pases a sus compañeros de equipo, que además eran compañeros de clase y sus amigos.
Comenzó a asistir a ese campo de verde tapete, que con los años se estaba convirtiendo en la madriguera del buen fútbol. Se sentaba con su padre en los asientos altos de la gradería. Llegaba casi una hora antes del partido para ver salir a los jugadores amarillos y disfrutar hasta de su calentamiento.
Comenzó a aprenderse de memoria el nombre de los futbolistas amarillos. Los admiraba y aprendía de cada pase, de cada movimiento.
Tanto le gustaban que ya no quiso saber nada de ese club blau-grana que desde pequeño admiraba. Hasta los objetos que le regalaron por su primera comunión con esos colores, los abandonó en el fondo de un armario. Solo quería su bufanda, camiseta y gorra amarillas.
Sus amigos seguían siendo de ese equipo que decía ser más que un club pero su padre le enseñó que lo que estaba haciendo ese pequeño club amarillo tenía muchísimo más mérito.
Tan bien lo hacían sus futbolistas como los que mandaban, que con poco dinero y una escuela con muchos niños y de forma modélica, sabían comprar y vender con cabeza y sin ostentación.
Con los años una profunda crisis asoló el país del fútbol. No se pudieron hacer apenas fichajes y para que el campo siguiera lleno de gente a uno que mandaba muy listo, se le ocurrió regalar pases a los niños de la provincia que practicaban fútbol. Eso sí, no podían fallar más de cuatro veces si no perderían el pase.
El padre y el niño ya tenían sus abonos de forofos pagados con su dinero para esa nueva temporada cuando recibieron el regalo del club amarillo: dos pases más.
El niño prefirió sus nuevas localidades, para estar sentado con sus amigos.
Y comenzó la liga, y llegó el invierno con el frío y la lluvia. Los partidos de entre semana a partir de las nueve de la noche. El niño no quiso perderse ni uno. Seguía estudiando y entrenando más que nunca porque sabía que si sacaba malas notas su padre se podría enfadar y no llevarlo. Hasta el padre tenía que cambiar la guardia para poder asistir a todos los partidos y así no perder el regalo de estar su hijo con sus amigos viendo a los jugadores amarillos que tanto admiraba.
Pero las cartas de la vida a veces aparecen cambiadas, y la mala fortuna hizo que el padre, en uno de los partidos, con las prisas y el agobio de gente, se equivocara de pase y sacara de la cartera, donde estaban todos juntos la entrada que tenía el mismo nombre del niño. Pero no era el de regalo, era el otro pase. Ponía “cadete” en vez de “fútbol base”.
A partir de ahí cuatro veces más entró con el pase equivocado.
Claro, las máquinas solo saben leer. No tienen ojos, porque si no hubiesen visto que padre e hijo no dejaron de asistir a ninguno de los partidos.
Para el club había fallado en cuatro ocasiones. Lo suficiente para cancelar el pase del niño, no el de su padre que entró siempre con el correcto para las máquinas.
Cuando del club al que pertenecía el niño, le comunicaron al padre la decisión de cancelarle el pase, el padre no daba crédito. No podía entenderlo. Si no habían fallado ni un solo partido. Ni siquiera la noche del Poli Ejido.
-Debe ser un fallo de las maquinas- pensó, para tranquilizarse.
Días más tarde reordenándose la cartera se le hizo la luz y comprendió cual había sido su error. Rápidamente llamó al delegado del club para que lo hablara con el presidente. Estaba claro que lo iban a entender.
Pero no iba a ser tan fácil.
La administrativa encargada del club amarillo tenía órdenes de arriba de no atender a razones.
El padre, que se dedicaba a curar huesos, dejó su hospital para presentarse en la casa amarilla personalmente. Era un asunto lo suficientemente importante para su hijo como para solucionarlo personalmente.
Allí en la casa amarilla se presentó el padre. No tenía cita. Le atendió una simpática mujer que miraba con cara de lastima y de resignación al pobre padre que se había dejado su trabajo para tratar de solucionar su error.
Y es que la semana anterior en un partido muy importante de liga europea la entrada de su hijo invalidada se la habían vendido ya a otro señor. Y tuvo el padre que cederle el asiento. No debía volver a suceder, porque ahora venía el club azulgrana y eso traería muchísima gente al campo amarillo.
Hasta en dos ocasiones tuvo que llorar allí en la puerta del club amarillo, pero nadie importante le vio. Su llanto no tenía consuelo en su alma
Por casualidad, pasó por allí un antiguo conocido del padre que trabajaba en la casa amarilla y le explicó el caso.
Todos lo entendían pero nadie podía solucionarlo.
Y al final, el niño que tanto gustaba ver con sus amigos, a los futbolistas amarillos, en la madriguera del buen fútbol; se tuvo que ir a su antiguo asiento de pago con su padre, sin sus amigos.
Su padre le dijo que tuviera fe y creyera en los milagros.
¿Y es que acaso la casa amarilla no es un milagro?
Damian Oliver Benlloch.
Este cuento está basado en hechos